Hay momentos en la historia de los pueblos en que el destino se pone a prueba. Hoy, Guatemala atraviesa uno de esos capítulos que definen no solo a los gobiernos, sino también a las generaciones. Una crisis política, social y judicial que no se disfraza con discursos ni con promesas huecas, sino que se refleja con crudeza en la calle, en los tribunales y, sobre todo, en la conciencia ciudadana.
No pretendemos meternos en los asuntos internos de nuestros hermanos guatemaltecos, pero tampoco podemos quedarnos callados cuando la historia parece repetir su guion con diferentes actores. Lo que vive Guatemala hoy se parece tanto al pasado que sufrimos en El Salvador, que uno podría pensar que el libreto lo escribió el mismo productor de los viejos tiempos: corrupción, impunidad, pactos oscuros, y políticos que juran “defender la democracia” mientras se reparten el país como si fuera una piñata.
Nosotros ya vimos esa película, y créanme, el final no fue feliz… hasta que alguien decidió cambiar el guion.
El Salvador caminó durante décadas entre la miseria y el miedo, atrapado en una clase política que negociaba la seguridad de la gente por unos cuantos votos y favores. Y no fue sino hasta que llegó un liderazgo decidido —uno que no le temió a los “intocables” ni a los “poderes fácticos”— que el país empezó a despertar.
Los cambios no se hacen con discursos bonitos, sino con decisiones valientes. Aquí se rompieron pactos, se enfrentaron intereses y se pusieron las cartas sobre la mesa: o se estaba con el pueblo, o se estaba en su contra. No había punto medio, y fue precisamente esa claridad la que permitió limpiar la casa y devolverle la esperanza a un país que había olvidado lo que era vivir sin miedo.
Guatemala, hoy te toca a vos.
La crisis que enfrentan no es solo una desgracia política, es también una oportunidad histórica. Es el momento de que su pueblo decida si quiere seguir viviendo con las manos atadas por las viejas élites o si está dispuesto a construir algo nuevo, aunque duela. Porque sí, cambiar duele, pero más duele seguir igual.
No hay democracia posible si las instituciones se prostituyen al mejor postor, ni justicia que funcione si quienes deben aplicarla están al servicio de los corruptos. La lección que aprendimos en El Salvador es clara: los países se salvan cuando dejan de tener miedo, cuando la gente dice “basta” y los políticos entienden que el poder no se hereda, se gana sirviendo.
Y aunque algunos intenten disfrazar la crisis con palabras rebuscadas, la realidad es simple: cuando los pueblos despiertan, los poderosos tiemblan.
Guatemala está ante un espejo que no miente. Lo que decida hacer hoy marcará su mañana. Si elige el camino del valor y la dignidad, el futuro puede ser tan luminoso como el que hoy vive El Salvador. Pero si vuelve a confiar en los mismos de siempre, el resultado será el mismo de siempre: promesas rotas, justicia ciega y un pueblo cansado.
